Era viernes por la noche, me dirigía a un cumpleaños de 15 en una estancia en Florida mientras en la soledad de mi Fusca pensaba para mi “yo interior” (porque ya me encontraba fuera de Montevideo, sino sería mi “yo capital”): “¡Fueron a jeder lejo esto narice!”, pensaba yo, a propósito, me estaba cagando, condición que dirigía mi pensamiento hacia la negatividad y el fastidio. Pasaron los kilómetros, la neblina era espesa y cada vez me estaba cagando más, a propósito, había tomado mate y un vaso de licuado de ciruela y durazno de mañana. Entonces no aguanté más y detuve el coche, descendí y avisté unos pastizales, hacia ellos me dirigí con una pequeña linterna que tuve la precaución de llevar, no vaya a ser que pisara algún sorete en la puerta de la estancia.
Caminé unos metros, la linterna iluminando hacia adelante, como viendo hacia un futuro próximo, en ese futuro me veía a mi cagando, pero sin embargo una imagen interrumpió mi poesía de dos pesos, había otra persona cagando, alguien más, un extraño, y vi la cruel realidad; no existe imagen más patética que un hombre cagando, ya lo dijo el Papa Jazzy Mel XVII en el año 250 A.C., (el único Papa anterior a cristo que se conoce, sin duda un adelantado), este dice en la carta a los Johnnys Tolengos, salmo 11: “...He ahí un hombre cagando, no le extiendas tu mano, a la mujer vaya y pase, pero al hombre no lo socorres...”, y ya lo sostiene en el salmo 28: “...Y mucho peor si con tu lumbre divisas la caída del sorete, ¡que espectáculo robertesco!...” (a este tipo de cosas se le llamaba así por uno que escribía como el Dante antes que el Dante existiera: un tal Roberto Cipollatti).
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