Estoy realmente muy indignado por los hechos que se han dado en los boliches de la Ciudad Vieja, debo decirlo sin pelos en la lengua, ni en el orto, que se le está prohibiendo la entrada a las personas basándose en su apariencia, ya sea en vestimenta, vello facial, por no ser bello facialmente, o por otros motivos de esta índole.
El otro día, sin ir más lejos (íbamos a ir a Pando pero no fuimos al final), me dirigí junto con un grupo de amigos vestido oportunamente a efectos de que se me prohiba la entrada, dicho y hecho, mis amigos prolijamente perfumados y acicalados ingresaron como pericos por sus casas y a mi me detuvieron en la puerta, allí comprobé esta semejante canallada con mis propias vistas. Pero esto no me conformó, mi alma de periodista, mi dedicación a informarlo a usted lector de monconescopeta y el frío del carajo que hacía afuera me llevó a escabullirme inteligentemente e ingresar escondido bajo la falda de una de las meninas de Velázquez.
Ya en el interior observé como el ambiente era elitista y soberbio, comencé a sentir nauseas por lo que veía, mis propios amigos habían sido arrastrados a semejante comportamiento, sus rostros no eran los mismos, la forma de agarrar el vaso, la forma de tocarse el pelo, la forma de manotear un orto, todo era distinto, de pronto descubrí que muchos de ellos hasta sabían bailar y todo.
Era importante actuar rápidamente antes de que fuera demasiado tarde, así que me abrí paso entre la muchedumbre y efectuando una jugada maestra logré llegar hasta el diyoki (un japonés que pasa música) y apuntándole con un pomo de salsa golf que siempre llevo por cualquier eventualidad lo obligué a apagar la música completamente, el ponja cumplió con mi solicitud y en ese momento pude observar como todos volvían a ser normales, mis amigos eran los mismos pelotudos, una rubia se rascó una teta mientras volvía en sí, y por la expresión de unos cuantos de la punta y el éxodo hacia el otro lado del boliche creo que un gordo hasta se tiró un pedo. Los propietarios del local comenzaron a desesperarse y me envíaron toda la seguridad (¿seguridad?).
Minutos después tuve que irme por razones de fuerza mayor (los patovicas eran mucho más fuertes que yo y me cagaron a voleos en el orto), de este modo abandoné el recinto, también abandoné el cinto que me lo había sacado para peleármelo a uno que medio se me retobó.
Pero me fui lleno de orgullo, casi sintiéndome un héroe de la noche, que casi hace entrar en razón a un montón de gentes. Ahora sigo buscando la justicia en los rincones más recónditos de la ciudad junto a mi fiel ayudante Diyoki.
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